Un personaje de Rey Lear afirma: “Te enseñaré a hacer
distinciones”. Bien podría ser uno de los lemas de la filosofía. Muchas
veces, una distinción entraña ya la solución de un problema enconado.
Cualquier cosa NO es una familia, sino sólo la institución social que
tiene como misiones fundamentales la transmisión de la vida y la
educación de los hijos.
La familia se basa
en el matrimonio, en la unión permanente entre un hombre y una mujer
para procrear y educar a los hijos que tengan. Si no los tienen, el
vínculo permanece y sus fines son el amor y la ayuda mutua entre los
cónyuges. Hace un tiempo, todo esto habría sonado a pura obviedad o
lugar común. Hoy estas consideraciones cobran un aspecto casi
revolucionario.
La familia sufre hoy un
terrible asedio que se manifiesta, al menos, en las siguientes
agresiones fundamentales. La primera procede de los ataques a la vida y a
la dignidad de la persona, que entrañan el aborto y la eutanasia y que
no pueden dejar de afectar a la institución que tiene encomendada
precisamente la transmisión de la vida. Acabar con la vida en su primera
etapa o en la última es, además de un crimen, una agresión a la
familia.
El segundo ataque, éste a su
estabilidad y permanencia, procede de la facilidad del divorcio. El
matrimonio es, de suyo, indisoluble. Y no se trata de una cuestión de fe
religiosa. Así lo exigen los fines que la familia tiene encomendados y
que no se pueden realizar si se trata de una institución efímera. El
interés de la familia es más elevado que el de los individuos que la
componen.
El tercero proviene de la
asimilación con ella de lo que es, de suyo, diferente. Tratar lo
diferente como si fuera igual es una forma de injusticia. No cabe llamar
matrimonio a las uniones más o menos estables entre personas del mismo
sexo. Por estrictas razones de principio, el matrimonio es la unión
entre un hombre y una mujer; entre otras razones porque sólo un hombre y
una mujer pueden naturalmente procrear. Lo demás puede ser tan
respetable como esencialmente distinto.
También
ataca a la familia la ausencia de ayudas económicas y sociales
suficientes. Lo decisivo no son las guarderías, sino el reconocimiento
de que la maternidad, y en grado distinto la paternidad, no es una mera
interrupción de la vida profesional y laboral, sino una etapa de la
existencia que debe ser apoyada por la sociedad. No se trata de alejar a
madre e hijo, sino de anular el coste laboral y profesional de la
maternidad.
La apología de la promiscuidad
sexual, entendida equivocadamente como paradigma de la liberación,
también constituye una agresión a la familia, pues subvierte lo que es
esencial a ella, es decir, la vinculación responsable de la sexualidad
con la procreación.
La intromisión del
Estado en la educación moral de los menores también entraña una
vulneración de los derechos fundamentales de las familias. No es extraño
que organizaciones e instituciones que defienden la familia se hayan
levantado en contra del adoctrinamiento moral forzoso que entraña una
asignatura como Educación para la Ciudadanía. La institución educadora
por excelencia es la familia. Al Estado sólo le compete la garantía del
ejercicio del derecho a la educación.
Cabe
preguntarse por los motivos de un ataque tan radical a una institución
tan valorada por los ciudadanos. Acaso la explicación se encuentre, en
gran parte, en tan alta estima. El poder prefiere ciudadanos ignorantes e
indefensos. No es extraño que los totalitarismos persigan la anulación
de todo lo que pueda hacer sombra al poder ilimitado del Estado. En este
sentido, el control de las familias, más aún su debilitamiento y
anulación, constituye elemento esencial de todo proyecto totalitario. Lo
decisivo es que frente a los poderosos sólo exista una masa de
individuos ignorantes y aislados.
La
familia vive ahora una verdadera agonía, en el sentido originario griego
del término. La familia lucha y se defiende de sus poderosos agresores,
pero no será derrotada, ya que es indestructible.
Mientras haya personas habrá familias y mientras haya familias subsistirá la persona.
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